17.1.07

Nagaro era un japonés exiliado. Desembarcó en España un día gris de Enero. Miró a todos lados por si (imposible) conocía a alguien. No sabía donde estaba ni cómo tenía que llegar a su destino. En realidad no tenía destino. Preguntó a la gente por dónde se iba al centro. Se quedó igual, cada uno le decía algo distinto. Hasta que encontró a una chica de piernas interminables y la siguió. Estaba empezando a lloviznar, así que se puso la maleta pequeña en la cabeza, y acelerando el paso se puso a la altura de la chica. Una vez allí se frenó, si no sé hablar ni su idioma cómo voy a decirle nada. Aquí soy un inmigrante, por ahora sin dinero. Y recordó que estaba ahí para ver a una amiga que conoció por carta. No había quedado con ella pero tenía que verla. No sabía su dirección, sólo su nombre, pero quería conocer con sus propios ojos el país desde el que vienen esas cartas. Son completamente frías, correctas, amables. Siempre esperaba algo más de cada una de ellas, pero se acostumbró a sólamente esperarlas. Reconocía que era absurdo apoyar parte de su felicidad en unas palabras manuscritas de alguien desconocido que no demostraba especial interés. Se la imaginaba guapa o fea, da igual, según el momento optimista o pesimista que tuviera, pero siempre ella. Sus amigos le dijeron lo más sensato, que no fuera. Pero en su tierra sólo era... lo de siempre. Ni malo ni bueno, pero lo de siempre, con un tono más gris incluso que el día. Llamó a un taxi, le dijo que le llevara al centro, y dejó su maleta diminuta en el maletero del coche.