8.12.06

Hoy amenazaron nubarrones por la mañana. Fue una falsa alarma. El día transcurrió alegre, ameno y distraído. Seguía sintiendo esa pesadez indeterminada en la espalda, esa estrechez momentánea en la garganta, pero hoy todo eso pasó desapercibido. Vinieron Nagaro y Landa a ayudarle a poner las cosas de Navidad. No tenía paciencia, no soportaba esas manualidades, nunca las soportó, pero quizá era peor imaginarse una casa sin adornar. Se moriría de pena. Recuerda cuando era chico las cadenetas que se llevaban por entonces colgando del techo, el árbol de Navidad viejo y raído, con cuatro bolillas multicolores y picadas. El día de Reyes feliz, aunque escaso. Nunca le traían lo que él pedía. Le explicaban que no habían podido, que no eran ricos, que tenían que repartir lo que había entre todos... Creo que a partir de entonces conoció Trasunto la ansiedad. Ese día no dormía, se le quedaban los ojos casi sin pestañear, el corazón le latía. En una época en la que sólo quería emociones fuertes, salir del aburrimiento, el estrés era lo más positivo. En los meses anteriores soñaba y soñaba con qué le iban a sorprender los Reyes ese año, y se preguntaba, preocupado, si había sido lo suficientemente bueno. Su hermano mayor le cogía en brazos, le subía a la ventana y, señalando a la estrella más grande, le decía: ¿Has visto?, esa estrella no estaba aqui hace unas semanas. Es la carroza de los reyes que ya se acercan, y cuanto más lo hagan, más grande se hará esa estrella. Y Traso la miraba alucinado, con media sonrisa en la que cabían todas las ilusiones del mundo, e intentaba tocar con sus dedillos los rayos que desprendía.

6.12.06

Traso no recordaba que doliese tanto cuando le dejó Melania. Miraba al hipermercado de enfrente que a veces se empañaba con sus lágrimas, y otras sólo fijaba en él su vista congelada. Recuerda llorar mientras se duchaba, faltándole el aliento. Sentir que por algún lado le esperaba algo agresivo. Con el tiempo se alivió al darse cuenta de que ya no tendría que seguir esperándola. Se dejó de dudas, de preguntarse qué sintió por él, cuánto menos que él, si fue lo suficiente... La certeza de una vida sin ella y sin buscarla por los rincones y por la memoria. Por lo menos ya no era una agonía. La perdió y eso es todo. A muchos les pasa. Le dijeron que era normal, y él lo sabía. Pero no hizo que se sintiese mejor. Recuerda que los primeros días le temblaban las manos, no tenía hambre, y sí unas contínuas ganas de vomitar. Muchas veces, haciendo que estaba alegre, sonreía, y acababa con una sensación de paz, de que después de la tormenta nunca viene la calma, pero sí una serenidad con el mundo que te dice que, hasta eso, se podía superar. Si lo superaba, él era alguien fuerte y con un bagaje denso y que contar. Aún así no dejaba de imaginársela día tras día, cuando superaban juntos los límites de la felicidad, cuando en sus ojos se reflejaba su vida entera.

Pero esto era distinto. Vergüenza, ridiculez, vanidad. No era alguien que superaba algo, que recuerda una historia breve, pero bella. No. Ahora era más simple. La historia bella no existió, y se dió cuenta, de pronto, con un disparo de nieve que diría Silvio, de que jugaron con él, de que se rieron, de que fue tonto, de que pasó años, horas y minutos de su vida pensando y dedicándoselos a alguien que sólo lo quería para no aburrirse. No hicieron falta palabras para saber que provocó asco, risa, y burla. Se lo demostró. La diosa de todas y cada una de sus ilusiones en todos estos malditos años. Melania.

3.12.06

Trasunto y Nagaro entraron en el bar corriendo y con las capuchas de los abrigos puestos. Habían pasado un día negro, uno de esos que mejor borrar del calendario, como la mayoría. A Traso, así le llamaban, le habían dado un golpe en el coche mientras lo dejó aparcado, y a Nagaro, para variar, le habían rechazado de la discográfica. Pero entraron al bar sonriendo, la lluvia les hacía olvidar momentáneamente las horas anteriores y se disponían a beber hasta borrar cualquier resquicio que quedara de ello. No se contaron el golpe, ni la negativa, entre ellos había un acuerdo tácito para hablar sólo de cosas superficiales, nada que les afectase, ni mucho menos los malos tragos. Así que pasaron, se sentaron en la mesa más cercana al escenario, y se frotaron las manos. Las nenas pasaban húmedas y embarradas, gritando, y mirando a la concurrencia para pasar lista a cada espectador. Observaban a Traso y Nagaro con curiosidad, como algo nuevo pero no especialmente deseable, y volvían sus ojos hacia sus grupos. Ellos siempre venían solos y, alguna vez que otra se iban acompañados, las menos. Pero esta noche no era de esas. El concierto acabó, llenaron las pausas de frases irrelevantes, sin dejar de mirar alrededor, y se fueron a sus casas, un día más.