27.6.07

Él nació moreno, con mucho pelo y feo como pegarle a una madre. Fue creciendo igual de feo y muy gordo. Los niños le daban de lado y las niñas se reían de él. Pasó su infancia encerrado en la habitación leyendo toda clase de libros, esperando encontrar uno que le diese la clave de cómo vengarse de todo el mundo. Llegó a los catorce sin un amigo, sin conocer lo que eran los lugares de ocio para chicos de su edad, y hablando como un sabio a sus familiares mayores. Sus tíos y primos le consultaban sobre cualquier problema o duda, nada que él no pudiese solucionar. Y en medio de su enorme biblioteca y la soledad fue alimentando una sabiduría de anciano, una forma de expresión de aristócrata y unos gestos comedidos y serenos. Pero de pronto, en unos pocos meses se convirtió en hombre, un hombre atractivo, un cisne de ojos verdes y piel reluciente. Sus familiares no le conocían, no se atrevían ya a preguntarle nada, su madre se sentía de alguna manera decepcionada, no era su niño, demasiadas connotaciones sexuales para serlo. Su padre empezó a sentir cierta distancia e incomodidad y así, el refugio de sus días, su familia, dejó de serlo. Con 18 años se fue a la universidad, en la que acabó trabajando. Daba conferencias y proyectaba intervenciones, convirtiéndose en el catedrático más joven del país. Pero sin abandonar su mundo de libros, todos estos años experimentó el éxito en un campo extraño para él, e imposible hasta entonces. Las mujeres. Inesperadamente ellas pedían su atención. Incluso demasiado y demasiadas. Al principio se sentía incómodo y lo tomaba como su particular revancha. Pero poco fue acostumbrándose y, sin negar que disfrutaba de la situación, se propuso enamorar al mayor número posible.Él se sentía fuera de peligro. Asqueado por cómo le habían tratado siempre, no podía más que sentir desprecio por todas. No había una que conociese o compitiese en sus intereses intelectuales, lo que hacía aún mayor su desprecio. Con el tiempo, además, se fue puliendo más y más su belleza, él salía ya casi todos los días, aún a costa de no dormir muchas veces, y todos las noches, sin falta, tenía una compañera nueva de colchón.
Les cayó mal desde el principio. Alto, enorme, con hombros en forma de T, pelo largo y castaño y ojos verdes. Demasiado guapo para caer bien a un hombre. Los dos sentados en la mesa más cercana al escenario, y él, sonriente y brillante, apoyado en la barra solo, de blanco entero. Aparecían las mujeres y lo observaban fijamente, intentando capturar su luz, su aroma. Y él, lejano y genial, sonreía a su compañera invisible agachando la cabeza en un gesto de timidez que dulcificaba por un momento su aire de seguridad y aplomo.
En ese momento entró por la puerta Melania. Lo divisó desde lejos, y se fue hacia él. Hablaron percatándose detalle a detalle de sus cuerpos, sus gestos. Y Traso desde su mesa los odiaba, venían de otro mundo desconocido para él de ventajas y glorias. No podía ni imaginar competir con él, con sus ojos almendrados, su aura de fantasma genial, tan grande y tan blanco, tan puro con su sonrisa bordada y su gesto sobrehumano.
Pero entonces vino el desastre. Acercó su mano al cuello de Melania, guardándola debajo de su pelo suelto, recogiendo su barbilla y acariciando sus labios, una limpieza superficial de algo que instantes después besó, con la energía del que sabe que lo hace bien y que tiene entre sus fauces un bocado celestial.